Si te dedicas al mundo de la publicidad seguro que muchas veces te habrás encontrado en esta situación. Seguro que te has tirado de los pelos con el resultado final de tu trabajo. Resulta que le has dedicado horas y horas al diseño de por ejemplo, unas tarjetas de visita para tu nuevo cliente: un reluciente restaurante de nueva apertura en el centro. Presentaste la prueba de las tarjetas de visita unas semanas antes y tu cliente quedó encantado con el diseño, lo vio ingenioso e impactante (antes creaste con esfuerzo su logotipo y ya tenías en la cabeza cómo le presentarías algo más para seguir “trabajándotele”). Al llegar a tu imprenta de confianza para recoger las tarjetas de visita, comienzas a tener un pálpito: algo va a salir mal, te dices a ti mismo casi en alto. Te paras antes de entrar y haces memoria. Recuerdas la problemática que te surgió desde casi el principio del pedido, con los archivos (formato, tipografías, tonos, sangre) y casi puedes volver a tocar en tu mente la cartulina de prueba que te mostraron…
Decides entrar y dejar de ser tan pesimista, se supone que si hubiera algún error grave me lo habrían comunicado, no tengo nada que temer, te repites a ti mismo. Y por fin, te las entregan. Y antes de pagarlas siquiera, decides prudentemente abrirlas allí por si acaso. Observas que a al señor Felipe, patrón de la imprenta en cuestión, no le ha gustado mucho tu acción, algo ocurre. Ya ves la excusa, “como tenías urgencia chaval, pues es lo que tienen las prisas” …Ves que tus tarjetas se han trasformado en unas mini-octavillas impresas sobre papel de fumar grueso… Las piernas comienzan a flojearte y casi que te mareas; el corte de las mismas es indignante (su forma ya no es rectangular, es romboide) y en algunas tarjetas de visita faltan datos, la guillotina se los ha llevado por delante…y bueno qué decir del color!.
Coges aire y te plantas en jarras frente al señor Felipe. Con voz firme le dices: esto yo no se lo puedo entregar a mi cliente. Entones en la cara del jefe empiezan a subir colores (esos mismos que les faltan a tus tarjetas de visita) y comienza a dar golpecitos con un bolígrafo sobre una de sus máquinas mientras, con cara de “yo no puedo hacer nada más, es lo que hay” te mira para zanjar el asunto: tienes que pagarle sí o sí, y luego ya veremos.
Aquí podríamos aplicar lo de “Una y no más, Santo Tomás”, pero desgraciadamente el mal ya está causado. ¿Qué puedes hacer? Pues la única solución posible para combinar un resultado que te ofrezca precio y rapidez en la entrega, es hacer unas tarjetas de visita online, para que por lo menos no pierdas los nervios ni los clientes.